lunes, 22 de septiembre de 2014

Para desayunar no estarán tan ricos...

Hoy pienso que todo empezó allá por el año de Naranjito. Aquel verano, no recuerdo la razón, mis padres, poco dados a este tipo de cosas, dieron su consentimiento y me fui a pasar el verano al chalet de mis tíos, en un pueblo de Madrid.

La experiencia estaba siendo buena, si no fuera por la siesta obligada que mi tía no perdonaba.  Recuerdo aquellos días, siempre jugando con mis primos y con los chavales de la urbanización... todavía no he olvidado algunos nombres, como Goyo, aquel niño "gamberro y enterao" o mi primer amor de 8 años, Anita.

Fue un día cualquiera, no sé si lunes o sábado, porque cuando eres niño y es verano, todos los días son igual de divertidos. Llegó la hora de comer y allí, sentados en la mesa, observé un cuenco en lugar del típico plato hondo de diario. - "¿Y esto?"- Me atreví a preguntar, ignorante de mi.

- "Hoy comemos gazpacho, de tu tierra, ya sabes".  Me dijo mi tía con una sonrisa de oreja a oreja.

- "!Qué lástima!, a mi no me gusta el gazpacho. ¿Qué hay de segundo,?" Inquirí, inconsciente de lo que ocurriría más adelante.

Mi tía, sin perder nunca la calma, algo que de por sí, la caracterizaba, casi susurró. -"Bueno, tú bébete tu gazpacho y luego seguro que el segundo plato ya te gusta más".

Sin darme cuenta del desafío que iniciaba y con la torpeza propia de mi edad, contesté, - "No, Tita, es que yo no quiero gazpacho, no me gusta, me espero al segundo plato". 

Fue en ese momento cuando noté que algo no iba bien. El silencio que se hizo en el salón se podía oír por todo el pueblo, creo que hasta el presentador del telediario se calló en ese instante. Mis primos se miraban entre ellos y mi tío no levantaba los ojos de su plato... Me sentí Will Cane frente a Frank Miller, con todo el pueblo mirando tras las ventanas de sus casas de madera... Ella me miró y, tranquilamente, me dijo. "Anda, no digas tonterías, no vas comer nada más hasta que no te bebas el gazpacho, ya verás como no está tan malo".

- "No pienso comérmelo". Fue lo último que dije, cruzándome de brazos. 

La comida acabó, así, en silencio. Todos terminaron sus platos y yo allí seguía, delante de mi indemne gazpacho. Quitamos la mesa entre todos, como siempre, y nos fuimos a dormir la ineludible siesta.

Tras la hora y media de rigor, salimos del cuarto mis primos y yo a toda prisa, a por la merienda, requisito sine qua non para salir a jugar a la piscina. Por el pasillo, muerto de hambre, sabiéndome triunfador, dispuesto a acabar con todo el paquete de galletas María, pude divisar la silueta de mi tía en la puerta de la cocina con su sempiterna sonrisa. En la mesa, el cuenco de gazpacho, de al mediodía seguía allí. Buscando aliados, pude ver la cara jocosa de mis primos, que claramente estaban disfrutando con aquello, miré a mi tía y espetó, sin perder su dulzura: "Ahí tienes tu merienda".

- "No quiero gazpacho", dije casi de forma autómata.

- "Bueno, cariño, entonces súbete a tu cuarto, porque si no meriendas, no podrás salir a jugar".

Herido en mi orgullo, frunciendo el ceño, me dirigí a mi cuarto y cerré la puerta. !Maldito gazpacho!

A la hora de la cena, me volví a encontrar el cuenco... y a la mañana siguiente, y otra vez en la comida... hasta que al día siguiente, cuando mis tripas parecían la filarmónica de Viena, aunque algo más desafinada, no pude más y me tomé el gazpacho más rico que he tomado nunca. Bueno, el gazpacho, dos vasos de leche, 5 magdalenas y una tostada de mantequilla. 

Hace unos años, estando en Perú, me invitó a comer un diplomático. Sabedor de mis años vividos en Murcia, el buen hombre, con toda su buena intención, me dijo, "como tú eres de la huerta, te voy a pedir unos pimientos rojos como no los has probado en tu vida". Para el que no lo sepa, yo odio los pimientos, los rojos y los verdes, y si hubiese pimientos azules tampoco me gustarían, !seguro!. Pero allí que me quedé impertérrito, sin saber qué decir, más que un "muchas gracias por el detalle".

Cuando vi delante mía, aquel plato lleno de unos pimientos del tamaño de un puño creí desfallecer. "El secreto de estos pimientos", me decía el diplomático, "es la tierra, por eso están tan jugosos y tienen ese sabor tan especial. Como tú eres huertano, les he dicho que te los dejen casi crudos, para que aprecies mejor el sabor".

Ni que decir tiene que fue una de las peores comidas de mi vida, ni siquiera pude camuflar el sabor de aquellos inmensos pimientos entre cerveza o simple agua, porque únicamente nos sirvieron una bebida típica también de allí, el Pisco sour, de la cual es mejor no darle más de dos sorbos si no quieres acabar bailando la sardana encima de la mesa. 

Lo cierto, es que dejé el plato vacío, incluyendo un pimiento extra que la mujer del diplomàtico se empeñó en cederme porque se notaba que me habían encantado... Sin embargo, aquel día hice buenas migas con el diplomático, exultante por haberme podido ofrecer un plato tan delicioso de aquella tierra, hablamos de todo y nos sentimos muy cómodos. No sé qué hubiese pasado si  antes de empezar a comer hubiese declinado su invitación y le hubiese reconocido mi aversión por los pimientos, quizás todo hubiese ido igual, o quizás no.

Sin duda aquella lección de mi tía no la olvidaré nunca. Hoy seguramente, a mis 8 años, la podría haber denunciado, mis padres, indignados, le habrían retirado el saludo, los medios de comunicación la habrían defenestrado y algún juez sensible con las necesidades y los intereses infantiles le habría condenado y quitado la custodia de sus hijos. Sin embargo, en aquel entonces, gracias a mi tía, aprendí a ser educado, agradecido y a saber comportarme en cualquier sitio, algo que me ha servido muchas veces a lo largo de la vida. 

Y todavía hoy, como me sucedió el pasado jueves, cuando me invitan a comer y me ponen un  revuelto de exquisitos pimientos verdes con jamón... no puedo por menos que sonreír y decirme a mi mismo, "mejor me los como, que seguro que para desayunar no están tan ricos..."

Por cierto, que hoy me pirro cada vez que mi madre hace su gazpacho, con mucho ajo y muy fresquito...

miércoles, 17 de septiembre de 2014

Escolta tu, mejor contra España que sin ella

Hoy pienso que decía Sir Winston Churchill que un fanático es alguien que no puede cambiar de opinión y no quiere cambiar de tema.

Según esta definición, Artur Mas se lleva la palma, empeñado en pasar a la historia como el Moisés catalán, el hombre que le dio la independencia a su pueblo.

No importa si los que prestan el dinero están reticente, ni si los principales empresarios anuncian su posible huida de ese nuevo país en caso de que llegue a ser tal. Nuestro Arturo tiene respuesta para todo.

Y si a última hora resulta que el lodo de la corrupción empieza a entrar por debajo de la puerta de su casa, tarda poco en sacar un trapo en forma de senyera, lo pone en la rendija y deja que su maestro honorable se ahogue en la ciénaga que construyeron juntos durante tanto tiempo.

A nivel internacional, Arturito, sumido en su nube tricolor, pensaba que lo tendría fácil. Sin embargo, tras recibir un portazo en las narices de la mismísima Unión Europea, se dedicó a ir de tournée por distintos países para recabar apoyos para su causa. Tantos años pagando los alquileres de sus embajadas tendría que servir para algo, debío pensar. Y así, fue recibiendo nones, alguna sonrisa sin fondo y muchas palmaditas de consuelo en la espalda. Sólo Letonia se atrevió a seguirle el juego, aunque alguien debió explicarle al Presidente Letón la película, porque no tardó en retractarse y decir que Cataluña tendría que someterse a la legislación y Constitución españolas, que es la suya también, por cierto.

 Pero Mas no se da por vencido, y haciendo buena la frase de Moliere, "cuanto más grande es el obstáculo, mayor la gloria de haberlo superado", sueña con su propia estatua en las Ramblas, mirando de frente a Colón, con barretina y todo, inasequible al desaliento, con su empecinamiento por senyera y gritando eso que tanto dicen los catalanes: "Fer mans i mànigues!"

Seguramente, en una de estas dulces noches mediterráneas, arropado a la luna pensaría para sí, "estos occidentales nos tienen manía, envidia, tiña... odio a estos occidentales. ¿Qué sabrán ellos de independencia, de vivir sometidos a un país que no es el tuyo? !Polonia, Serbia o Croacia... nunca han vivido una situación como la nuestra! ... Pero espera, Arturo, ¿tu estas ximple? ¿Y por qué no buscar en Oriente? Total, todos los marroquíes son del Barça, no? Será fácil convencerlos, un par de mezquitas... con la reglamentaria comisión del 3%, per descomplat, y ya está"  

Y así, debió surgir la última ocurrencia, desesperada, de Artur Mas, ofrecer a Marruecos regentar el Islam en Cataluña. Introducir el árabe en el colegio (en lugar del castellano, por supuesto) y el Islam como asignatura son algunas de las medidas a implementar.

Si comenzaba tildando de fanático a Artur Mas, no quiero terminar sin aclarar que no me refería a un fanatismo independentista. Arturo es un fanático de sí mismo, donde la obsesión por su propia gloria es la domina en su vida y sus actos. Un fanático nunca abandona sus principios, Arturo, parafraseando al bueno de Groucho, tiene unos principios y si no sirven para su fin los cambia. 

Podría haberle dado por incluir en la agenda escolar "salto al vacío desde el balcón del hotel" o "aprender a beber tequila de cuatro en cuatro vasos" y así haber encontrado el apoyo de los jóvenes británicos, pero imagino que pensó que muchos de ellos eran menores y no votaban, y total, a ellos ya les sacaba la pasta a base de chupitos, aún a costa de sus paisanos catalanes que tienen que aguantarlos.

Si los planes de Arturito salen bien, Cataluña nacerá como un país donde lo niños tendrán que estudiar y hablar dos lenguas en el colegio. Los carteles de las tiendas tendrán que figurar en catalán y bereber. Marruecos reclamará parte de las ganancias que ese país gana con sus compatriotas...  y seguramente, alguna chica embotada en un burka pensará, "escolta tu, pues estaba mejor contra España que sin ella..."